Greenwashing de buena fe

Cuando echamos la vista atrás y analizamos algunos productos culturales del pasado vemos que, afortunadamente, ya no nos representan. 

La rollingstoniana “under my thumb” (The Rolling Stones, 1960) describe a un hombre que somete a su pareja en una relación sentimental. En 1955, la canción más pegadiza de la radio era aquella de “Yo soy aquel negrito del África tropical” (Aurelio Jordi para Nutrexpa, 1946). Y mejor no decir nada del “Quince años tiene mi amor” (Dúo Dinámico, 1987). Evidentemente, no se trata de demonizar parte de nuestro imaginario colectivo, pero es cierto que podríamos encontrar miles de ejemplos que, ubicados fuera de su contexto histórico, nos avergüencen.
En su momento, eso sí, eran conductas aceptadas y la cultura audiovisual bebía de ellas y las normalizaba.

Los tiempos cambian y, por suerte, vemos que lo que fue válido en el pasado ya no lo es. Pero, ¿quiere decir eso que se actuaba a mala fe? Yo creo que no, que se actuaba según lo establecido en ese momento y en base a los conocimientos que se tenían, al menos, parcialmente.

Braungart y McDonough siempre han defendido que la revolución industrial nunca tuvo como objetivo el agotamiento de los recursos naturales o la acumulación de desechos tóxicos. A pesar de ello, estos efectos no planificados se han convertido en algunas de las mayores causas del cambio climático y la crisis ambiental global. Según ellos, el diseño de los sistemas industriales se enfocó en la eficiencia y la producción masiva para satisfacer las necesidades humanas inmediatas, sin considerar las consecuencias a largo plazo para el medio ambiente. ¡Error! Pero ese fallo en el sistema lo supimos después.

En la industria publicitaria encontramos ejemplos paradigmáticos de este tipo de situaciones.  Son casos en los que se alaban las bonanzas de algunos productos o avances científicos porque, quiero creer, se desconocían los problemas sobre la salud o el medio ambiente que ahora sí sabemos.

 

En los años 40 se anunciaba el DDT -un potente insecticida para el control de plagas- como algo bueno para el ser humano. Más tarde se descubrió que tenía efectos devastadores en el medio ambiente y ahora está prohibidísimo.

 
 

También los anuncios de Flit -un insecticida doméstico- mostraban a familias rociando libremente estos productos en sus hogares, sin advertencias sobre su toxicidad sobre nuestra salud.

 
 

Entre los años ‘30 y ‘60, el asbesto era promocionado como un material milagroso para aislamientos y construcción debido a su resistencia al fuego y durabilidad. Décadas después, se descubrió que su exposición causa enfermedades graves como la asbestosis y el mesotelioma. O los anuncios de gasolina con plomo promovían el uso de tetraetilo de plomo como aditivo para mejorar el rendimiento de los motores. Ahora sabemos que el plomo es neurotóxico, y su uso contribuyó a problemas de salud pública y ambiental.

 
 

En cuanto a la salud humana, la industria del tabaco se lleva la palma. Se trata de un lobby que ha conseguido alargar su presencia publicitaria y en el mercado más allá del momento en el que las evidencias científicas sobre sus consecuencias parecían claras.

 

En el año 1962, Humble Oil (ahora parte de ExxonMobil) se anunciaba en la revista Life jactándose de producir tanta energía como para derretir los casquetes polares. ¡Qué certero! Y aquello que nos parecía curioso ahora vemos que era una amenaza.

Es muy posible que en el propio marco histórico, las empresas que anunciaban estos productos tuvieran ciertas dudas sobre las bonanzas reales de lo que estaban publicitando, incluso sospecharan que lo que vendían no era del todo trigo limpio. Pero quiero creer en su inocencia inicial. Por lo menos, en el origen. Prefiero imaginarme a Phillip Morris diseñando unos cigarrillos o al dueño de Coca-Cola elaborando su fórmula mágica con el objetivo de mejorar el bienestar de sus clientes.

Dudo que tuvieran planes conspiranoicos para cargarse el planeta o dañar la salud de sus consumidores, a pesar de que luego se viera que, efectivamente, contribuían en gran medida a estos efectos dañinos.

En la actualidad pasa algo parecido.

Muchas empresas publicitan sus productos como inocuos para el medio ambiente, incluso beneficiosos para el planeta. Es lo que llamo greenwashing de buena fe: el propio productor desconoce los efectos negativos de lo que está lanzando al mercado.

Una empresa de transportes que utiliza plástico parcialmente reciclado para embolsar todos sus envíos y que se alegra por ello.
¿No sería mejor eliminar dicha bolsa?

Empresas que prometen compensar sus emisiones plantando árboles, pero que apuestan por iniciativas de plantación poco transparentes. Todo ello, además, partiendo de la base de que la compensación alivia el sentimiento de culpa y frustra el esfuerzo por la reducción activa de emisiones durante todo el ciclo de vida.

O esos vasos diseñados para ser retornables, pero compuestos de dos materiales -uno orgánico y otro inorgánico, dificultando su reciclabilidad- y que en la práctica no cumplen su función, actuando como envases de un solo uso.

Al igual que con los productos culturales del pasado, donde ciertas actitudes y comportamientos eran aceptados y normalizados sin conciencia plena de sus efectos, el "greenwashing de buena fe" refleja una falta de comprensión sobre las consecuencias ambientales de las acciones y productos de las empresas. Así como en tiempos anteriores las canciones, las campañas publicitarias o las normas sociales reflejaban un contexto de conocimiento limitado, hoy muchas empresas, aunque bien intencionadas, caen en la trampa de promover soluciones superficiales que, lejos de resolver, perpetúan los problemas ambientales.

El desconocimiento, aunque comprensible, no exime a las empresas de la responsabilidad de generar cambios significativos. Al igual que con la cultura y la sociedad, debemos evolucionar para abandonar prácticas que, aunque alguna vez fueron aceptables, ya no lo son en un mundo que exige una conciencia más profunda y un verdadero compromiso con la sostenibilidad.

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